Poemas de piel y pájaros | Eduardo Paredes Ocampo




Presentamos tres poemas de Eduardo Paredes Ocampo (Ciudad de México, 1989). Él es profesor de literatura en la UAM y Casa Lamm. Ha publicado poemas, ensayos y cuentos en diversas revistas nacionales e internacionales, en español e inglés. También ha dirigido teatro.


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La derrota de la piel


En cicatrices esbozamos
constelaciones
de lo insaciable.

Ésta cuenta del golpe
que, sólo por unos segundos,
sobaron;

ésta acusa a las tijeras
y al papel de envolver
vuelto del blanco al escarlata;

ésta fue de caerse
bajo el chorro
de una regadera compartida.

La piel se agrieta, tirita,
augura el lenguaje esquivo
de la memoria
al zurcir, con hilos de humedad,
las brechas
con las que el dolor se ensaña.

¿Intenta precipitarse
hacia un sendero ya recorrido,
repetirse


y borrar el rastro del deseo
—las gotas de sangre sobre la nieve—

para que, al mirarnos
los codos, las rodillas inmaculadas,
no lastime haber sido
antes de hoy?

Falla.

El asfalto, el filo de las tijeras,
los bordes de la bañera
se calcan
ahí donde más trémula es la dermis

y, con ellos,
la sombra de lo ansiado
persiguiéndonos.


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Mirlos

Desperdigarse. Parvada de mirlos
que emanan de un árbol
y se arrumban
hacia donde el susto los deje.

Unos, los que más olvidaron regresar,
han escogido al ramaje de mis costillas
como rumbo
y traen al envés de sus trinos, a su contrahechura
para anidarla.

Siento su aterrizaje
ingrávido
como si sólo de sombras
se tratara;

siento su aterrizaje
en sus garras que se ciñen
como asma
en los recovecos del respiro
y lo estrechan con sus dedos enredados.

Ponen huevos y los empollan
robando el calor que el pulso da,
helándome, así,
hasta el tramo final de la silueta
y su memoria del roce
y de profesarle todo ruego
a ser acariciada.


Nacerán las crías
en aquella primavera
en la que nevó a destiempo
y en la que, por las frondas de los parques,
sólo merodeaban augurios de jaulas

y, sobre las puertas de las jaulas,
letra a letra, la palabra desperdigarse
oxidándose.


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Acompasado


La hora más oscura:
la sangre abriéndose brechas,
tirándose hacia adelante
para imponer al eco del grito
silbando entre las venas y su lejanía;

la sangre olvidando
que alguna vez goteó
y su espesura
—formas de su ser
que ponen grilletes
a sus pasos
y la anclan a los rincones.

Soberana sólo de sí
hoy se ha vuelto
y el socorro de pensarnos
más que animales
se pierde

ante la marea
que, adentro y demasiado escarlata,
de sien a sien, bate.

La hora más oscura:
sucumbo ante el hervor
que mueve
puños, patadas, insultos, gargajos

y me arrodilla
para rogarle recordar
al pulso acompasado
de la mansedumbre.


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