El hijo de Funes | Jesús Gomes | Venezuela





Presentamos un relato de Jesús Gomes (1999, Venezuela). Licenciado en Letras e Investigador independiente. Ha publicado en revistas de España, Italia y Venezuela. 

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El hijo de Funes


Tengo una enfermedad, el crónico desfase, ese desconocimiento facial que tanto llama al ridículo. No es una clase de manía, antes bien es algo que se parte dentro de la cabeza, como un hueso de pollo sin suerte. Ni clavícula ni hioides, por un lado el rostro, y por el otro el nombre. Ellos van por ahí, con sus obras, que bien conozco, destripo, analizo y rebalso de palabrerías. Van por ahí con sus obras, sus palabras, sus oraciones, sus novelísticas, sus poemáticas. Son una casta rara, como una rama olvidada por siempre del hombre cromañón que creció hasta nuestros días. Olvidada a medias como un objeto perdido, espeleología revelada tan solo por los haces tenues que se filtran dentro de una caverna.

No hay cura, eso dicen los expertos. A pesar de la genética privilegiada de mi padre, hay algo de roto en mí. Han visto a las mentes más brillantes de su generación perdidas en un face scan, pero son incapaces de diagnosticarme. No hay neurólogo, psicopedagogo o mentalista que aclare mi cuita.

Las reuniones con el comité académico siempre son un problema. Explico que la pared del fondo del salón tiene esas gigantografías, rostros grises en alta definición. Ellos repiten que no puedo quedarme callado a media disertación, esas lagunas mentales son fugas irreparables en la burbuja del prestigio académico.

Allí, impotente, con los hombros tirados adelante, las manos juntas sobre la pelvis y la mirada baja, claudico una vez más. No volverá a pasar. Otra vez salir de la sala, otra vez las miradas. Otra vez huir con manos rápidas a la biblioteca, buscar un almanaque, insumo literario de cafetería, lo que sea, pero que contenga rostros.

Hay dos problemas fundamentales para mi condición. El primero es que soy un enfermo de alto funcionamiento. Así como hay tantos otros que lidian con el toro de su enfermedad lo suficiente para entrar en el estándar, pero siempre el pequeño desliz aparece, ese recordatorio para los otros que ciernen su martillo ocular, condena de infierno tercerizado. 

El segundo problema es su cronicidad, ya desde los más antiguos se hizo evidente. Aunque es perdonable perder rostros clásicos como Platón, Anaximandro, Pericles, Alejandro, Gengis Khan, barruntados en un tiempo que da licencias para imaginar e inventar rasgos, también ocurre con figuras que atizan el olvido. 

Un día me hallo confiado, aquel que habla e incluso fustiga la ignorancia de los demás con vehemencia, solo para terminar galaxeando en la nada, justo así, pasar de ser Neil Armstrong apropiándose del momento más grande en la historia científica y tecnológica de la humanidad, a un bebé flotando en la inmensidad espacial, sin control en mi deriva. A la Deriva, Horacio Quiroga. Lecciones del gran padre del cuento latinoamericano. Regionalismo. Toda una enciclopedia de conocimientos. Citas. Crítica. Artículos arbitrados. Todo menos su rostro, que se escapa. No como el de Cortázar. Frontal, plano, velludo, con las cuencas separadas como ogro que va a contar las historias más maravillosas del mundo antes de engullirte; como el desagüe de un lavamanos. No, Quiroga huye, es un cuerpo sin rostro, un cuello del que salen palabras en torrente. Imágenes de lectura: Un hombre mastodóntico observa una damisela que yace lánguida sobre la cama. Va por ahí, sin rostro, sembrando. Ama antes de que mueran sus amantes. Nunca entrará en mi hipotálamo. Lo sé, es inútil buscarlo en internet, asociar sus rasgos con objetos que deseo. Quiroga pertenece a la casta de los gigantes sin rostro. Se mezcla con tantos otros, incluso los rostros que a veces reconozco, pero indefectiblemente confundo, Dostoievski y Tolstoi. 

Descubrir el porqué de este mal no fue difícil, poco más que un truco inconsciente hacia mí mismo. Son pobres seres que desgraciaron mi existencia al ser consumidos como libro. Porque eso es la literatura. Seres contingentes paridos de la nada. Esas que provienen de otro ser contingente e individual, pero unidas a él por un hilo frágil y precioso, un hilo subjetivo diría. Ese hilo enfermizo, que convulsiona y se quiebra cada vez más.

Fue algo tan simple como “toma este libro, es de Julio Cortázar, léelo” para que quedara el rostro como daguerrotipo quemado a fuego. Musil no tuvo la misma suerte, el rostro de Musil es un Epub de páginas color crema que me presentan el inicio más perfecto jamás escrito para una novela. Cervantes es una caverna en donde el tiempo no transcurre. Daumal poco más que el desvanecimiento de su propia isla. 

De ahí lo subjetivo del hilo, la conexión autoral, tan preciosa y estimada, es iterativa. Como todo proceso de memoria, requiere volver, martillar clavos hasta que la conexión entre el significante —Autor— y el significado —Obra— quedan apuntalados en el signo —Rostro. Sin este constante volver, la rostrificación del contenido no ocurre. Los autores se vuelven entes de papel, fictivizados por la propia obra, intercambiables, porque el rostro es poco más que una colección de decoraciones nimias. Pero no le pregunten a la academia, esteticista de la eternidad.

Musil sigue siendo Robert, aunque metamorfosee de la meteorología vienesa el rostro de Carlos Fuentes y declame con las voces de Allende o Knut Hamsun. Hay más Ionesco en una línea de diálogo que en los millones de reproducciones faciales que engalanan las portadas de manuales de literatura escolar. Así me digo, mientras voy diario al psiquiatra y consumo Aderall para evitar los desvanecimientos.

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